Y nada, te amo.
No me acuerdo qué tenía puesto ni qué me dijo la noche que lo conocí, pero me acuerdo cómo me miraba. Y cómo me miraba. Me acuerdo, también, que yo no lo miraba mucho. No sé mentir cuando lo miro. Tampoco quería mentirle, pero por las dudas no lo miraba. O no lo miraba porque me conozco. Pensé algo gracioso, inteligente, elocuente para decir e, igualmente, no dije nada. "No la cagues", pensé. Pensé muchas cosas más que se me notaron en los ojos. Y no dije nada. No pude decirle nada. Supongo que mis intenciones se perdían entre la gente, se perdían con el ruido. Intenté disimularlas. Al final de la noche, nos despedimos y me fui acelerando por una calle poco transitada para que mi inconsciente me retara tranquila sin el ruido de la ciudad.
Mandale un mensaje. No mejor no se lo mandes. ¿Qué le digo? Mejor no le digo nada.
De la lucha entre mis ganas y el miedo al rechazo, me gano el silencio.
Al día siguiente lo volví a ver. Esa vez, más preparada mentalmente para ser simpática y emitir sonido. Dije tonterías. Dijimos los dos. Y otra vez, cómo me miraba. Sin embargo, no se qué me decía cuando me miraba. Me perdí e esa mirada. Podría haber dicho "me gustas" o que tenía lindos ojos; pero no, hablamos tonterías: del tiempo, de qué calor, la gente y qué lindo esto y aquello.
Y otra vez el dilema, y otra vez quedarme paralizada y sin mandarle un estúpido mensaje que dijese «qué lindo verte» o alguna boludez de esas que decimos cuando nos gusta alguien.
Pero lo hizo él. Y nada, te amo.
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