domingo, 13 de mayo de 2012


Fruto de la desesperación, ahogué mis penas en ese rincón donde solía sentarme a ver pasar el tiempo.
Y también, fruto de esa arrogancia que marca mi personalidad, odié a cualquiera que gozara con mi balbuceo.
Erguida, como suelo imaginar, me mantuve durante algunas horas buscando esa luz que cada cien años llora por mi.
Y si bien cien años son muchos, siempre supe que nadar errante sería mucho peor que morir alentada por el miedo.
Corté.
(Y todos sabemos como acabó)

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